La toxina botulínica es hoy un conocido tratamiento estético de gran popularidad, dada su sencillez y seguridad. Se trata de una sustancia generada por la bacteria Clostridium Botulinum que actúa paralizando los músculos en los que se inyecta.

Su empleo médico se inició hacia los años 70 del siglo pasado dentro del sector de la oftalmología. Fue el doctor estadounidense Alan Scott quien primero lo empleó para corregir el estrabismo, y luego, en 1989, pudo comercializarse como tratamiento para ese fin al ser autorizado de la Food and Drugs Administration (FDA).

Según la SECPRE, la toxina botulínica debe ser aplicada siempre por un profesional cualificado con un conocimiento exhaustivo de la musculatura facial y de la acción de la sustancia aplicada.

Luego el uso de la toxina botulínica se extendió para abordar otras patologías. Pero su uso para fines estéticos se atribuye a los oftalmólogos canadienses Jean Carruthers y a su marido Alastair Carruthers. Casualmente, mientras trataban a una paciente que sufría blefaroespasmo con toxina botulínica tipo A se percataron de que, mientras se podían corregir los movimientos incontrolados del párpado, también desaparecían las arrugas del entrecejo y las llamadas patas de gallo.

Posteriormente, inyectaron toxina botulínica en la región glabelar y extendieron su investigación a otras zonas como las patas de gallo, las líneas nasoglabelares y determinadas zonas del mentón.

Ya a partir del año 1995 se utilizó en diversos países. En 2004 llega a España y sus fines han sido aprobados en más de 40 países. Según la Sociedad Española de Cirugía Plástica, Reparadora y Estética (SECPRE), la toxina botulínica debe ser aplicada siempre por un profesional cualificado con un conocimiento exhaustivo de la musculatura facial y de la acción de la sustancia aplicada, y poseer una sólida formación en la técnica para inyectarla.









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